Por: Martín Arana, especialista técnico de la FCDS Perú.
La demanda de materias primas y alimentos en el mundo sigue creciendo; muchos de ellos se producen en condición de ilegalidad o informalidad, o con impactos ambientales y sociales que indican su insostenibilidad. Ganadería, aceite de palma, soya, maderas, café y cacao, son parte de la lista de cadenas que ha priorizado la reglamentación de la Unión Europea, que deben garantizar la debida diligencia para corroborar que sus productos no provienen de zonas deforestadas posteriormente a 2020. Pero por el lado de minerales, como es el caso del oro, el récord de precio internacional (hoy está a más de 2200 dólares la onza), está presionando enormes territorios en los que hay oferta del mineral, muchos de ellos con restricciones legales a ese tipo de uso, y otros, donde habiendo la posibilidad de desarrollarla, no existe presencia estatal que permita una extracción ordenada, y con prácticas sociales y ambientales apropiadas.
El hallazgo de zonas con presencia de oro, generalmente de aluvión, ha traído como consecuencia la presencia de grupos armados, que pelean ferozmente el control de estos territorios, sus poblaciones, las “minas”, así como el control de las rentas de negocios conexos, e inclusive, de manejar migraciones dirigidas para hacer recambios poblacionales afectas al grupo armado triunfante. No es un fenómeno puramente colombiano, pues desde Madidi en Bolivia, pasando por Madre de Dios o Loreto en Perú, o en el alto río Negro brasilero y en el arco minero venezolano, esta es la constante. Es un modelo, poderoso económicamente, que además ha cooptado autoridades regionales, políticas y militares, que han sido la bisagra fronteriza, que permite el movimiento de maquinaria, mercurio, soporte armado, trata de personas, y obvio, el preciado metal.
Dado que no hay un esfuerzo serio de los países y empresas compradoras del oro -sean nacionales o internacionales-, donde ni trazabilidad, certificación de origen, legislación sobre lavado de activos, relación con narcotráfico, promoción de esclavismo y explotación sexual, han servido para generar un marco que estimule la producción formal y cierre la puerta a la gigantesca oferta de la producción ilegal, el resultado es la cada vez mayor ampliación del impacto ambiental, social económico y político del mercado ilegal del oro. En medio de sonrisas, fotos y declaraciones, algunos de los países donde finalmente llega el oro, promueven uno que otro proyecto de sostenibilidad ambiental o social, restauración, mejora tecnológica o asociación entre pequeños y grandes mineros. Pero, de fondo, no hay control y exigencia a la trazabilidad del oro que llega a países que cada vez juegan un papel más crucial en este fenómeno, como es el caso de Emiratos Árabes.
Para rematar, empieza cada vez más a aparecer la relación de narcotráfico y minería ilegal de oro, dada la rentabilidad en invertir esos dineros en el metal que tiene un mercado que lo legaliza y comercia fácil y rápidamente. Millones de dólares se invierten en oro, donde tener títulos, expedidos en cualquier país, y el camino de la comercialización, son el mecanismo perfecto para todos estos inversionistas de “alto riesgo”.
Esta semana pude regresar a Madre de Dios, Perú, donde hay una de las manifestaciones más grandes en América Latina y el mundo del efecto de la demanda mundial sobre materias primas, que como en este caso, el oro, logran destruir miles de hectáreas de bosques, territorios indígenas, áreas protegidas, suelos, aguas, biodiversidad, fuentes de alimentos, contaminar la atmósfera, y además, destruir poblaciones locales enteras, ya sean mestizos o indígenas, que quedan en medio del furor de la bonanza, que trae alcoholismo, prostitución infantil, trata de personas, sicariato, enfermedades de transmisión sexual, aumento de la tuberculosis, malaria, entre otras, como lo ha evidenciado el informe de seguridad climática de Naciones Unidas, y de muchas otras agencias internacionales y nacionales durante la última década. Lo que ha sucedido allí, es un ejemplo perfecto de cómo, además, las políticas nacionales se chocan con el poder político regional, que ve oportunidades de crecimiento y desarrollo, que debe sobreponerse a la presión internacional de la “tiranía conservacionista” y del modelo “prehistórico” de vida de los pueblos indígenas.
¿Cómo pueden estos territorios, donde la gente prefiere condiciones infrahumanas de trabajo, para acceder a ingresos que por la vía legal no es posible, crear condiciones de transformación, social, económica, ambiental, que permitan distribución de la riqueza, un ambiente sano como motor productivo y condiciones de legalidad, donde el poder y la autoridad no dependan de un actor armado ilegal? ¿Será posible repensar el modelo de zonificación y uso del territorio? ¿Es viable pensar en mecanismos de compensación económica para poblaciones locales que estén en zonas de restricción ambiental y potencialidad minera? ¿Será posible fortalecer los procesos de trazabilidad de manera integrada entre los países productores y compradores de oro (¿servirá el escenario OCDE?) y productores de Mercurio (y ¿Minamata qué?)?
Sin que los países compradores, industrializados o meramente ricos, no se comprometan en asumir corresponsabilidad económica, por los pasivos ambientales y sociales que están generado con la demanda de insumos en América Latina, será imposible cambiar este paisaje de degradación local, amparado además en la corrupción de nuestros países y desdeño por las periferias nacionales, que ahora pasan su cuenta de cobro por el olvido histórico en los mal llamados proyectos de nación de esta parte del mundo. Oro, coltán, coca, fauna, tierra, madera, ganado, entre muchos otros, nutren su demanda insaciable, que no necesariamente ayudan a construir Estado, en las tierras del olvido.
Foto: Andina.